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Si me pregunto por mi vida, por un hilo conductor de ella, en seguida, irreflexivamente busco un origen y una trayectoria que son de naturaleza política. En el entorno familiar proliferaban comentarios que no tardaron en hacer mella en la educación que el otro entorno, el social y colegial (León y Padres Agustinos), habían imbuido. El choque, aunque yo no lo supiera entonces, estaba escrito y surgió en el terreno de las ciencias naturales, en aquel bachillerato de los años sesenta. Sin casi darnos cuenta, en la clase apareció un pequeño partido de evolucionistas que batía con ardor a los no menos ardorosos creacionistas.
Actualmente (Madrid, 2004, otoño), con cinco décadas a mis espaldas, veo el tiempo transcurrido bajo un prisma generacional. Creo que he pertenecido a aquella oleada que embocó su juventud hacia la política revolucionaria, pensando que las revoluciones las traía el viento de la Historia y que sólo había que maniobrar con algo de pericia y eso sí, mucho tesón. Luego, ante la conciencia del laberinto que es la Historia y que es la vida, un pelotón grande de aquella juventud echó el ancla y comenzó a despreocuparse de lo que no fueran sus asuntos personales.
Poco a poco iba comprendiendo qué era eso del exilio interior (vivir en Madrid y creer que Euskadi estaba en lo cierto) y paulatinamente, año a año, suscripción a suscripción, (Egin, Gara) fui educándome en los entresijos de un movimiento popular vigoroso que echaba un pulso al poder en una sociedad burguesa. Creo que fue el fuerte contraste entre mi entorno y lo que interiormente vivía, lo que me obligó a escribir una tesis, una explicación.
En mi primer libro (El problema español) argumenté lo mejor que pude sobre lo endeble de la narración llamada «Historia de España» y sobre su función de argamasa ideológica para unas clases dominantes que se habían ido forjando en los últimos siglos. Si he contribuido, y creo que sí, a la noble tarea de socavar un discurso reacciona…

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