Descripción

Te descubro por casualidad, al entrar en la habitación en busca de unas braguitas que llevarme a la ducha. No te das cuenta de que abro la puerta y me quedo observándote en silencio. Estás en la ventana, todavía en pijama, mirando a la calle sentado sobre el baúl azul, estampado de flores amarillas. Fumas. Te has liado un pitillo antes de llegar hasta aquí para salirte del mundo y contemplarlo desde fuera con esa expresión tan tuya de cargar con el peso de todos los secretos. Mientras me acerco a ti para abrazarte, sé que te gustaría que esto pasara en blanco y negro; que tú y yo nos moviéramos dentro de una película de la Nouvelle Vague. Como Seberg y Belmondo, sin otra cosa que hacer en este domingo de otoño que enredarnos entre las sábanas de nuestra cama deshecha y perdernos en un diálogo que, de tan cotidiano, sonaría al público artificial… sí, tendríamos público y actuaríamos al margen. Me lo explicaste una vez, seguro que ya no te acuerdas, cuando nos queríamos con la fuerza del principio de las historias. Hacíamos cola delante de la taquilla de la filmoteca y, para entretenerme, me explicaste que con frecuencia los personajes de la Nouvelle Vague actúan en circunstancias de excepcionalidad, dentro de un paréntesis. En aquel momento me pareció que salía con el hombre más culto del planeta; ahora estoy detrás de ti y voy a abrazarte para contarte al oído lo que se me acaba de ocurrir, pero tú te adelantas y me pides que te deje solo. Si fueras Belmondo, ese déjame querría decir cuánto me quieres; equivaldría a la petición solapada de un abrazo que, aunque también sería rechazado, en el fondo me agradecerías. Sin embargo no voy a adivinar más. Me pides que me vaya y me despiertas, así que salgo hacia la ducha y te dejo descalzo con la tarde que cae, envasado al vacío, fuera de tiempo mientras empieza la vida después de nosotros.

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